EL BUEN PERIODISTA

Los invito a leer las huellas que voy dejando en este inhóspito camino hacia el buen uso del lenguaje.

martes, 29 de marzo de 2011

SÍMBOLOS MARAVILLOSOS



Columna de Opinión.

Un buen día, en Cartago (Valle), mi padre se encontró con un cuadro admirable. Tan admirable, de hecho, que fue merecedor al premio AGUJA DE ORO (categoría hilo cadena) otorgado al mejor bordado. Mi papá observó la imagen. Era Cristo, tal y como siempre lo hemos conocido: de túnica blanca, pelo rubio, ojos azules y barba larga. Su expresión era amable, y con los brazos abiertos mostraba, en las palmas de sus manos, sus yagas radiantes, que brillaban tanto, como el corazón expuesto en medio de su pecho.

-Necesito que me lo compre, Don Señor. Dijo la viejita que, con tanto talento, bordó el cuadro. –vea que con él me gané el premio a la Aguja de Oro, y además, tengo una necesidad inmensa. Cómpremelo.

-Yo se lo compro. Respondió el señor. –Pero con una condición. Se sabe que Jesucristo no fue ni rubio, ni oji claro, (pues esa no es la característica genética judía) y se sabe también, que su piel no era blanca. Cámbiele al Cristo, a un color oscuro, los ojos, el pelo, la barba y la piel. La operación de corazón abierto fue, más bien, una costumbre Azteca, Maya e Inca, en donde al oferente le sacaban el corazón, aun palpitante, para ofrecérselo en un ritual a los dioses, y fue de allí de donde el cristianismo, después de que pasara Hernán Cortez por Méjico, sacó la imagen del Cristo con el corazón expuesto. Déjemele el corazón así, por que yo también soy cardiaco, pero las yagas de las manos sí me entristecen. Preferiría un Jesucristo que me ofrezca, en una mano, una arepa de maíz, y en la otra, un pez del cauca. Cuando tenga listo mi cuadro, con los cambios que le pido, yo vengo y se lo compro.

Así fue. Cuatro meses después, mi papá recibió la llamada de la viejita, que le dijo ya podía recoger su encargo. Al ver el nuevo Jesucristo, mi padre no pudo hacer más que felicitar a la artista, y pagarle lo acordado. Este episodio, desencadenó una temporada de larga reflección en nuestra finca. Concluimos entonces, que los símbolos, son la forma más inteligente de santificar una mentira.

Todas las religiones venden lo que producen. El cristianismo (que nació en el mediterráneo, región reconocida por su producción de trigo, uvas y aceitunas) bien hizo en descubrir ese famoso misterio de la Sagrada Comunión, en dónde el pan de trigo se vuelve cuerpo de Cristo, y el vino su sangre. No hemos visto en ningún caso, que el guarapo, la chicha o el mazato se vuelvan la sangre de nadie, ni tampoco hemos visto al arroz, la achira o la yuca ser la materia prima del pan que se convierte en un cuerpo. Ni hablar del aceite que usan los sacerdotes en La Extremaunción, para salvar a los enfermos, o ya al muerto, para la vida eterna. Éste es de oliva, exclusivamente, pero no de coco ni de chontaduro.

Un experto en ornitología, por ejemplo, calificaría a las palomas como todo menos limpias, decorosas, bondadosas o desprendidas, pero en cambio, sí las consideraría gregarias, territoriales, vengativas, sucias y algo intolerantes. Ratas de los aires, las han llegado a llamar. Sin embargo, son el símbolo de la paz, siempre y cuando sean blancas, y si siguen siendo blancas, simbolizan también, la tercera persona de la santísima trinidad.

Los símbolos se nos han convertido en una imposición que olvidamos cuestionar. Los vemos y los entendemos ciertos, porque se nos han vuelto costumbre. Comulgamos con vino y una ostia hecha de trigo, aunque sean dos productos que no se dan en nuestras tierras, y admiramos la belleza de la paloma de la paz, aunque la pateemos en los campos de nuestras universidades. ¿Por que no crear símbolos propios, que coincidan con nuestra cultura? Para eso contamos con una enorme biodiversidad, llena de cualidades dignas de un buen símbolo. Creo que debemos empezar a cuestionarnos sobre los símbolos impuestos. Aquellos que, haciendo parte de un colonialismo cultural, buscan sumergirnos en filosofías, religiones y políticas ajenas

miércoles, 23 de marzo de 2011

AL SON DE UNA LÁGRIMA


Estas lágrimas me saben dulce y se deslizan sobre mi piel erizada. No son ásperas e indeseadas como las producidas por las penas, ni amargas y borrascosas como las que emanan de una traición. Mis lágrimas caen con ritmo y me recuerdan con ternura los alcances de las artes. La música no me hacía llorar hacía tiempo, y me alegró vivir de nuevo su, ya extraño, sentimiento electrizante.

Normalmente me conmuevo con el arte. Sin poder dar explicaciones, (ya sea por mi ignorancia o por mi incapacidad de nombrar las sensaciones) puedo decir que he sentido el calor en los jardines que pintó Monet, y el dolor en los poemas de Alfonsina Storni. Me ha dolido la tragedia de Pagliacci y he crecido junto con las estaciones de Vivaldi. He reído con el andar de Gelsomina mientras se mueve por La Strada y me he quedado muda ante la majestuosidad arquitectónica, que reposa en el recinto de la guadua. Estas sensaciones dejaron de ser normales hace tiempo, y me he visto envuelta en una cultura que me ha arrebatado la sensibilidad, casi hasta el punto de volverme inmune.

Aunque no quisiera entrar en discusiones sobre lo que es, o no, el arte, sí creo que estamos en un ambiente que nos aleja de ese sentimiento inexplicable que se da, raramente en momentos privilegiados. Encuentro difícil identificar, en el inmenso mercado popular, ese elemento que me estremezca y que me invite a concentrarme en la manifestación de mis sentimientos. Me pregunto qué conmueve a aquellas personas que no han tenido acceso a una educación, y muchísimo menos a un viaje. Seguramente el amor, la fe y nuestra generosa naturaleza , que entre otros factores, tocan gratuita y naturalmente al ser humano. Pero ¿que más se les ofrece? Reggaeton, Tropipop y novelas.

Yo misma he caído presa en las garras del Reggaeton; de su ritmo y de sus letras provocadoras. Me he dejado cautivar por una ola popular que hoy siento, no me produce sino un placer inmediato que me aleja de mis reflexiones, enajenándome en un ambiente despreocupado e irresponsable. Mis hábitos de pensamiento se han ido determinando, disimulada y nefastamente, por la cultura del “perreo” que no me aporta mucho. ¿Es posible pensar en encuentros fortuitos, pero trascendentales en términos artísticos en nuestras ciudades? ¿Existe tal intención? no lo se, pero me gustaría pensar que sí.

Hoy lloré con la música. Mi cuerpo, ya desacostumbrado, sintió un corrientazo que lo trajo de nuevo a la vida. Volví a creer en el hombre y admiré sus talentos. Agradecí a mi piel de gallina haberme recordado que sí hay momentos que validan nuestra existencia y me sentí afortunada. Todos deberíamos poder gozar de esa fortuna. De esa validación, de ese momento de estremecimiento. Quisiera que todos, y no sólo yo, podamos bailar al son de una lágrima.

jueves, 17 de marzo de 2011

EN BUENA FE


Columna de opinión.

Cuando estuve en Europa, no tenía que dejar nada con candado. Mis cosas, inatendidas, no corrían peligro. “Déjalo ahí, no lo pasa nada” me decía mi hermana que vive en Berlín. Mis vicios colombianos me indicaban lo contrario. No descuides nada, nadie es de confiar. El asunto me causa pena. Mi hábito es la desconfianza, y mi realidad me obliga a mantenerme alerta.

Hoy, un restaurante Frances fue el escenario de una exposición de historias macabras. “A mi me robaron”, “sí. A mi también”, y así, sucesivamente, oí narraciones sobre robos, atracos, atentados e intromisiones. Las cinco personas que estábamos sentadas en la mesa, pudimos adicionar un relato a la actividad narrativa, que no hizo sino confirmarme, que en Colombia, todos tenemos una anécdota desagradable para compartir.

Las balas protagonizaban las historias de los secuestros y los puñales las de los robos. En sumatoria, las historias estaban plagadas de armas dolientes y cortopunzantes. “Vivir aquí es peligroso”, pensé, “pero también es triste”. Infortunadamente, mi educación se ha concentrado en una predisposición hacia le mal y la violencia, y esto, a pesar de ser un hecho triste, es una precaución necesaria. Me inquieta entonces mi crianza católica, en contraposición a mi educación prevenida. La religión me enseña que hay que creer en los demás, y mi país me grita que no.

Una de las historias que llamó la atención en la mesa, fue la de un robo armado en un apartamento de Bogotá, en donde hurtaron trecientos millones de pesos en efectivo y casi mataron al inquilino a golpes. El siguiente, correspondía un atraco a mano armada que buscaba hacerse a un i pod y a una billetera. Luego, yo conté cómo seis hombres entraron a mi finca para secuestrar a mi padre, y luego de una balacera, tres heridos y un muerto, mi papá salió con vida y con un balazo en la pierna. Las historias terminaron con la más humillante de todas: el robo a mi hermanita. “¿podemos compartir sombrilla? Preguntó el ladrón. “Claro”, respondió María del Mar inocente y silenciada por el aguacero. Una vez estuvieron bajo el mismo paraguas, el hombre le dijo: “Entrégueme todo. No vengo solo.” Ella salió corriendo y gritando ¡Ayuda! ¡Ayuda!, nadie le ayudó.

Estas historias me llevaron a concluir que en este país nada es más contraproducente que la buena fe. Los valores cristianos, infortunadamente, no son aplicables en nuestro contexto. Ayudar al prójimo es un riesgo mortal que no estoy segura debamos correr, y si no, recordemos el ejemplo del robo bajo la sombrilla. La confianza es un lujo que no nos podemos permitir. Esto no deja de parecerme inadmisible. ¿Que sentido tiene predicar sobre el buen proceder si no lo esperamos de los demás? Esta es una contradicción que me deja muy pensativa, pues quisiera creer en todo lo que no somos; quisiera creer en la honradez, la sensatez, la humildad, la convergencia, la colaboración y el respeto. Quisiera creer en ese país, que no es el mío.

martes, 8 de marzo de 2011

OTRA PARTE


Narrativas del mal.
Cuento

La soledad lo llevó a la lectura, y todas las letras a la obsesión. Se dirigía a Otra Parte, en un viaje a pie, emprendido por su propia sombra. Su familia, todavía en tierra, lo veía a distancia, viejo y olvidado. Rosa su hija, no iba a rendirse. Lo encontraría como fuera, así le costara su propia cordura.

Voy a Otra Parte, voy a Otra Parte… repetía el viejo. Rosa lo oía atentamente tratando de captar alguna pista de su paradero. El padre amoroso se había ido y la había dejado en un mundo sombrío, lleno de muerte y vacío de él. Ella quería viajar a su lado para visitar, de su mano, el mundo de sus fantasías.

La cama del viejo estaba en la mitad de su biblioteca. Era oscura y olía a pasado. Rosa la recorría mientras oía la respiración de su padre, ya inválido de la conciencia. Ella sabía que la respuesta tenía que estar dentro del cuarto, entre títulos y párrafos de libros y poemas. En alguna novela, se encontraba el amor de su vida, y ella no sabía cómo alcanzarlo. En silencio, la joven recitaba el poema de su infancia, que como una promesa, su papá le enseñó.


Voy a beberme el mar.

Ya tengo listo mi velero fantasma.

No le he trazado rumbos a mi ausencia,

no he fatigado el mapa

localizando zonas que no bailen

al macabro jazz-band de las borrascas.

Viajaré simplemente,

sin triangular alturas ni distancias,

llevando en el timón a Don Quijote

y la rosa del viento en la solapa.


Acompáñame tu dulce chiquilla,

partiremos al alba,

cuando los alcatraces no dibujen

su ecuación de naufragios sobre el agua.

Arranca tus raíces de la tierra.

abre tu citolegia de nostalgias

y vamos a bebernos el océano

en la copa de luz de las montañas;


Tenía la certeza de que los versos de Cuento de Mar eran una invitación para ella. Para que no estuviera sola y no estuviera triste. Más las paredes empapeladas de la habitación la encerraban en su propia impotencia y desesperanza. El hombre de la cama no era el mismo. Era como un sobrado de un buen recuerdo, un desperdicio, una foto antigua. Ya no había vida, ya no había nada.

Pasaron días y noches sin avance alguno. Él no decía nada nuevo y ella, cansada de los ojos, empezaba a perder el juicio, más no la esperanza. Otra Parte. Dónde está la Otra Parte. Allí está él con sus historias y con su sapiencia, y con su barba y sin mí. Pensó ella. Empezó a invadirla la rabia del abandono y un resentimiento incurable. Necesitaba decirle que lo odiaba por dejarla sola y por haberla dejado sin saber mil cosas. Por privarla de sus canciones y de sus poesías, por dejarla a la deriva, sola, inconsolable.

Rosa estaba pálida, enferma. Había momentos en que se dormía en la silla repitiendo palabras de poemas de niños. Creía que ella era la rosa del principito y que él no volvería. La dejaba morir, en un marchitamiento lento y doloroso. Sus labios habían perdido el color del fuego y ya no podía caminar. Ella agonizaba y respiraba lentamente, como perdiendo la vida. Le dolía el corazón y le dolía su viejo. Tenía escalofríos y un poco de fiebre. Las paredes se cerraban a su alrededor y le susurraban mensajes de muerte. No resistió. Vivir le costaba demasiado. Cerró los ojos y emprendió el viaje. Le dijo adiós a la realidad y saludó a cualquier sitio que albergara, así fuera un pedazo, del alma de su padre.

Primero llegó a un jardín. El gran samán lo adornaba desde el centro y la saludaba meciendo sus ramas. El no está aquí. Está en Otra Parte. Le dijo a Rosa, y ella, entusiasmada por ver de nuevo colores, siguió su camino recorriendo los recuerdos y los gustos de su padre.

Llegó entonces a un lago. El agua la saludó con sus olas livianas y le informó que el no estaba allí. Está en Otra Parte. Gritó un loto rosado. Rosa siguió caminando cada vez más atraída por los nuevos paisajes. Empezó a comprender por qué el padre no regresaba. Ella tampoco quería volver. Se acercó a un cultivo de frutas y se deleitó viendo cómo los pájaros formaban una bandera tricolor mientras comían. Uno amarillo, uno azul, y uno rojo.

Mientras pasaba a través de un guadual, pensó en todo lo que se estaba perdiendo; Un mundo de paisajes y de fantasías, que en la realidad jamás podrían ser posibles. Se estaba perdiendo la felicidad de la naturaleza y del aire puro. Se estaba perdiendo en el mundo de los números y de los vivos. Se alegró de estar donde estaba y se quiso quedar de por vida.

En la biblioteca, el aire cambió. Como un último aliento Rosa exclamó: ya voy papá, por ti, a Otra Parte. El viejo, aún en su viaje, reconoció las palabras y entendió su peligro. Despertó del letargo para salvar a su hija. En el mundo de la imaginación no la encontraría. Su rosa era curiosa, y se distraería hasta perderse. La quería para siempre, y la quería con vida, junto a él. Quería enseñarle y recitarle poemas. Temió perderla y se arrepintió de su viaje eterno y egoísta. La miró dormida, muerta, y llorando dijo: es muy tarde. Ya está en Otra Parte.

Mientras tanto, Rosa llegó a un rosal. Se sintió feliz, se sintió en casa. Saludó a sus hermanas de todos los colores y respiró su mismo perfume. Se despidió de su padre y de su recuerdo, tranquila, sembrando raíces, ya en Otra Parte.