TARDE EN VENECIA
Tras
haber peleado nuestro paso por Roma y por Florencia, nos encontramos sentadas
en un restaurante común de una plaza cualquiera en la ciudad de Venecia.
Nuestras miradas molestas evitaban encontrarse mientras metíamos el tenedor a
nuestras bocas de manera automática. La pasta estaba maluca, el día soleado y
nosotras silenciosas. A pesar de coincidir en pocas cosas pensábamos lo mismo:
¿qué hacemos aquí? Yo lo había demostrado en mil maneras, había sido
irrespetuosa, casi físicamente agresiva y había refunfuñado sin parar como
rutina. María del Mar había optado por mostrarse solitaria; evitaba abrir la
boca para comer y sobre todo para hablar, pero sin perder ningún momento de
mirarnos fulminante. Mi mamá, siempre tierna y amorosa, había caído en las garras
del ¨Champix¨ que no la ayudó a dejar el
cigarrillo pero si la tornó insoportable, intolerante y depresiva. Además de
tener siempre la lengua amarilla por los Nicorets, tenía la guardia alta y la
cara roja y pelada por culpa de un nuevo tratamiento de piel que se aplicaba
sagradamente cada día. Recuerdo ver de reojo como los espaguetis verdes seguían
ascendiendo hacia las fauces de mis compañeras de viaje hasta que el sonido de unas
risas capturó nuestra atención. Hacia nosotras se dirigían, como en cámara
lenta, tres mujeres que parecían ser una madre y sus dos hijas. Las tres monas,
las tres lindas, las tres alegres y cogidas de la mano, mirando hacia el cielo
y tomándose fotos brillando de la dicha. Mientras pasaban frente a nuestra mesa las perseguimos con la mirada que después de unos segundos volvió a
fijarse en los espaguetis y luego en nosotras mismas. Una sonrisa sucedió al
tiempo entre nosotras y reímos a carcajadas inspiradas por la ironía. No
pudimos hablar, sólo reír y reír y reír…