EL BUEN PERIODISTA

Los invito a leer las huellas que voy dejando en este inhóspito camino hacia el buen uso del lenguaje.

martes, 4 de septiembre de 2012


SIN ESCONDITE



“No se engañe nadie, no. Pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio. Pues que todo ha de pasar por tal manera.” Este verso, dedicado a la muerte de algún padre, fue escrito por el mío, en una pared de nuestra casa, el día en que murió. 

Así como murió él, mueren todas las cosas. Murió mi abuelo Papayito, mi abuela Tilita, mi perro Amiguito y mi gato Marco Antonio. Murió mi árbol de grosellas y con él, mis sueños de jardinera. Todo ha muerto antes de tiempo, por lo menos para mí. Pero no me muero yo y, mientras vivo, administro pobremente los recuerdos de lo que ya se fue y que me atormenta. De lo que quisiera tocar. Ni la barriga de mi padre, ni los bigotes de mi gato, ni la cola de mi perro ni las frutas de mi árbol; no me llega la mano real a la memoria.  Sin embargo el personaje es recurrente: la misma risa, la misma mirada, la misma historia. El mismo hilo dorado que borda la narración de una vida grandiosa, de un viejo del alma, de mi papá. Mi papá con el perro, mi papá con el gato, mi papá con las frutas, mi papá conmigo, mi papá, mi papá.

La persecución es siniestra porque es amorosa e incondicional. Me escondo en las aulas universitarias y en la biblioteca. Me refugio dentro de mis cobijas y en la televisión. Voy al cine y al teatro y me sumerjo en mis pantanos vanidosos esperando no volver a ver la luz de sus ojos cafés. Ojalá bajo la tierra no llegaran las ondas de su voz, ni la intensidad de sus ideas, ni el calor de sus abrazos. Pero sólo los simples humanos se mantienen con los pies sobre la tierra. El gran hombre, el súper hombre, puede viajar inclusive hasta el centro de nuestro planeta en donde estoy yo, indefensa  y arrodillada con la cabeza entre mis piernas llorando de resignación. ¡Me encontró! Siempre me encuentra… cumplió su promesa de no abandonarme aunque yo por primera vez le pido que no sea más digno de mi confianza.

Está en la migraña que tortura mi ojo izquierdo, en la carie de la muela que ya me sacaron, en mi lento sistema digestivo, en mi tono subido al hablar, en mis dos tatuajes, en mi forma de escribir, en las fotos de mi sala, en lo duro de mi almohada, en mi mal humor, en mi mesa de madera y en mi anillo de oro. Está en mi hermanita y en las piedras en forma de corazón. Está en mi corazón, todos los días. No lo ahuyentan mis malos sentimientos ni mis temores. Se queda autoritario en su mejor terreno que soy yo misma. Se queda en mí y en mi reflejo del espejo. Cuando lo veo trato de saludarlo y recuerdo que cuando él se fue, se llevó mis palabras. Ojalá las esté usando para bordar los pañuelos con los que desde el cielo me seca las lágrimas.  Toma mi mano, amigo mío, cambiemos de locación, vamos a encontrarnos a otra parte. Por ahora, aprovechemos la noche. Te veo en mis sueños, me voy a dormir. 

miércoles, 1 de agosto de 2012

AUTOBIOGRAFÍA


Escrito corto autobiográfico, Periodismo Cultural 

¡Esta es mi hija Matilde de los Milagros! Afirmaba mi papá con orgullo mientras yo fingía una sonrisa y lo miraba avergonzada. –ay mi amor, ¡sí así te llamas!- me decía mientras yo le reclamaba. Y con ese nombre que no cabe ni en los formularios, empecé a vivir, sin más remedio.

Sólo puedo describir el mundo que veía a través de las gafas que tuve desde los dos años: además de ser rosadas, grandes y pesadas,  fallaban en su intento de esconder el parche que se veía borroso a través de el vidrio de botella de los lentes. El parche sucio y pegotudo no pudo curar mi grave caso de estrabismo, pero sí me permitió vivir la rareza de ver la vida a medias, usando sólo un ojo. Y así, medio tuerta, soporté las burlas de mis compañeritos y los comentarios de las prestantes señoras manizaleñas que cuando me veían cogida de la mano de mi mamá en cualquier parte, le preguntaban: ¿y a esta qué le pasó? Comparándome con mi hermana, el angelito María del Mar, que descansaba en el otro brazo de mi madre.

Mi papá, que sentía mi infantil desgracia, guardaba lo mejor de la vida para regalármelo los fines de semana. La entrada de más de un kilometro resguardada por guaduales, lotos y heliconias, era el camino hacia mi amor verdadero. Allí, en el portón de la casa grande, me estaba esperando. Verlo siempre fue una fantasía que solamente puedo comparar con los mundos que relataba en sus poemas. Me esperaba sonriendo con los ojos brillantes y con la barba cada vez más blanca. Linda! Me gritaba mientras yo me bajaba del carro corriendo para abrazarlo pasando por encima de los perros. En los brazos de mi viejo, con quién dormí hasta el último día, sentí el calor de la ternura y de la inteligencia. Gracias a su arrullo de poeta y de incansable labriego, pude dormir siempre contenta y segura.

Me despertaba lista para coger las mariposas que con mucha delicadeza pondríamos dentro del cañuto de una guadua para hacer adornos. Me despertaba lista para coger las lombrices con las que pescaría un pilarucu, gran pez amazónico. Me despertaba con las ideas imposibles de que mi papá me hiciera princesa después de fabricarme él mismo una corona y continuaba el día viviendo mis sueños en nuestro paraíso. La realidad me devolvía a Manizales, sagradamente, todos los Lunes, y luego, me trajo intempestiva a vivir en Bogotá. Ya lejos de los jardines llegué a un colegio en dónde mis compañeras eran flores de otro tipo. Bailaban al ritmo de otro acento y estudiaban las características de un mundo que de repente me pareció más grande.

En el año 2007 se acabó la tortura que viví desde mis cortos 4 años y que soporté hasta los 19. Me gradué del colegio Mary Mount a pesar de los malos pronósticos e hice llorar a mi padre de orgullo. Después de los gritos rebeldes en contra de los átomos y las ecuaciones logré mi diploma y mi libertad. El camino social de los estereotipos me llevó a elegir mi carrera, comunicación social, que a pesar de los años camina a una lentitud insoportable, y actualmente me encuentro en mi cama escribiendo una de las muchas tareas que no quiero hacer. Me enfrento a un inexplicable caso de parálisis en dónde me alimento del amor del recuerdo y de una amarga sensación del deber. Ya sin mi padre, camino entre sombras, pero camino. Camino despacio y sin mucha energía, esperando que él mismo me encuentre para llevarme de la mano hacia una vida de verdad.