Escrito corto autobiográfico, Periodismo Cultural
¡Esta es mi hija Matilde de los Milagros! Afirmaba mi papá con
orgullo mientras yo fingía una sonrisa y lo miraba avergonzada. –ay mi amor,
¡sí así te llamas!- me decía mientras yo le reclamaba. Y con ese nombre que no
cabe ni en los formularios, empecé a vivir, sin más remedio.
Sólo puedo describir el mundo que veía a través de las gafas que tuve
desde los dos años: además de ser rosadas, grandes y pesadas, fallaban en su intento de esconder el parche
que se veía borroso a través de el vidrio de botella de los lentes. El parche
sucio y pegotudo no pudo curar mi grave caso de estrabismo, pero sí me permitió
vivir la rareza de ver la vida a medias, usando sólo un ojo. Y así, medio
tuerta, soporté las burlas de mis compañeritos y los comentarios de las
prestantes señoras manizaleñas que cuando me veían cogida de la mano de mi mamá
en cualquier parte, le preguntaban: ¿y a esta qué le pasó? Comparándome con mi
hermana, el angelito María del Mar, que descansaba en el otro brazo de mi
madre.
Mi papá, que sentía mi infantil desgracia, guardaba lo mejor de la
vida para regalármelo los fines de semana. La entrada de más de un kilometro
resguardada por guaduales, lotos y heliconias, era el camino hacia mi amor
verdadero. Allí, en el portón de la casa grande, me estaba esperando. Verlo
siempre fue una fantasía que solamente puedo comparar con los mundos que
relataba en sus poemas. Me esperaba sonriendo con los ojos brillantes y con la
barba cada vez más blanca. Linda! Me gritaba mientras yo me bajaba del carro
corriendo para abrazarlo pasando por encima de los perros. En los brazos de mi
viejo, con quién dormí hasta el último día, sentí el calor de la ternura y de
la inteligencia. Gracias a su arrullo de poeta y de incansable labriego, pude
dormir siempre contenta y segura.
Me despertaba lista para coger las mariposas que con mucha
delicadeza pondríamos dentro del cañuto de una guadua para hacer adornos. Me
despertaba lista para coger las lombrices con las que pescaría un pilarucu,
gran pez amazónico. Me despertaba con las ideas imposibles de que mi papá me
hiciera princesa después de fabricarme él mismo una corona y continuaba el día
viviendo mis sueños en nuestro paraíso. La realidad me devolvía a Manizales,
sagradamente, todos los Lunes, y luego, me trajo intempestiva a vivir en
Bogotá. Ya lejos de los jardines llegué a un colegio en dónde mis compañeras
eran flores de otro tipo. Bailaban al ritmo de otro acento y estudiaban las
características de un mundo que de repente me pareció más grande.
En el año 2007 se acabó la tortura que viví desde mis cortos 4
años y que soporté hasta los 19. Me gradué del colegio Mary Mount a pesar de
los malos pronósticos e hice llorar a mi padre de orgullo. Después de los
gritos rebeldes en contra de los átomos y las ecuaciones logré mi diploma y mi
libertad. El camino social de los estereotipos me llevó a elegir mi carrera,
comunicación social, que a pesar de los años camina a una lentitud insoportable, y actualmente me encuentro en mi cama escribiendo una de las muchas tareas que
no quiero hacer. Me enfrento a un inexplicable caso de parálisis en dónde me
alimento del amor del recuerdo y de una amarga sensación del deber. Ya sin mi
padre, camino entre sombras, pero camino. Camino despacio y sin mucha
energía, esperando que él mismo me encuentre para llevarme de la mano hacia una
vida de verdad.
Está muy linda la entrada, Matilde, qué bueno que volviste a escribir.
ResponderEliminarTe leo y me gusta lo que veo.
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