Cuando acabemos con
nosotros mismos va a ser por
curiosidad. Porque el hombre es incapaz de resistirse a sus potenciales.
El talento es tal vez el único placer que no se recomienda practicar moderadamente, sino al máximo. Sólo en alegorías fantásticas como Frozen o Hércules vemos a personajes conscientes y temerosos de las consecuencias de sus talentos. Personajes dispuestos, aunque siempre tentados, a no desarrollarse a cabalidad. Pero en la vida real, que es entre otras la historia y la lucha por los "avances", la inteligencia no se vive con moderación. Y tal vez no habría jamás la sugerencia de mermar las capacidades para evitar abusos políticos o pesadillas de ciencia ficción. No queremos que el temor, aunque real y bien infundado, sea enemigo del progreso.
La realidad liderada por la droga que es la inteligencia es inherente a nosotros. Se compone de todas las maravillas históricas que han resultado del intelecto y de la ambición del ser humano y que son en si mismas sugerencia del siniestro alcance del potencial de nuestra especie. Sus consecuencias llegarán, tarde o temprano, como han ido llegando de a poquito vestidas del brillo de la virtud. Es inevitable.
Y en el momento en el que el hombre se destruya a si mismo, observaremos el paisaje devastador y eléctrico sumidos en un estado de asombro. La mente del hombre es el principio y el fin y es terrible y maravillosa.