Un buen día, en Cartago (Valle), mi padre se encontró con un cuadro admirable. Tan admirable, de hecho, que fue merecedor al premio AGUJA DE ORO (categoría hilo cadena) otorgado al mejor bordado. Mi papá observó la imagen. Era Cristo, tal y como siempre lo hemos conocido: de túnica blanca, pelo rubio, ojos azules y barba larga. Su expresión era amable, y con los brazos abiertos mostraba, en las palmas de sus manos, sus yagas radiantes, que brillaban tanto, como el corazón expuesto en medio de su pecho.
-Necesito que me lo compre, Don Señor. Dijo la viejita que, con tanto talento, bordó el cuadro. –vea que con él me gané el premio a la Aguja de Oro, y además, tengo una necesidad inmensa. Cómpremelo.
-Yo se lo compro. Respondió el señor. –Pero con una condición. Se sabe que Jesucristo no fue ni rubio, ni oji claro, (pues esa no es la característica genética judía) y se sabe también, que su piel no era blanca. Cámbiele al Cristo, a un color oscuro, los ojos, el pelo, la barba y la piel. La operación de corazón abierto fue, más bien, una costumbre Azteca, Maya e Inca, en donde al oferente le sacaban el corazón, aun palpitante, para ofrecérselo en un ritual a los dioses, y fue de allí de donde el cristianismo, después de que pasara Hernán Cortez por Méjico, sacó la imagen del Cristo con el corazón expuesto. Déjemele el corazón así, por que yo también soy cardiaco, pero las yagas de las manos sí me entristecen. Preferiría un Jesucristo que me ofrezca, en una mano, una arepa de maíz, y en la otra, un pez del cauca. Cuando tenga listo mi cuadro, con los cambios que le pido, yo vengo y se lo compro.
Así fue. Cuatro meses después, mi papá recibió la llamada de la viejita, que le dijo ya podía recoger su encargo. Al ver el nuevo Jesucristo, mi padre no pudo hacer más que felicitar a la artista, y pagarle lo acordado. Este episodio, desencadenó una temporada de larga reflección en nuestra finca. Concluimos entonces, que los símbolos, son la forma más inteligente de santificar una mentira.
Todas las religiones venden lo que producen. El cristianismo (que nació en el mediterráneo, región reconocida por su producción de trigo, uvas y aceitunas) bien hizo en descubrir ese famoso misterio de la Sagrada Comunión, en dónde el pan de trigo se vuelve cuerpo de Cristo, y el vino su sangre. No hemos visto en ningún caso, que el guarapo, la chicha o el mazato se vuelvan la sangre de nadie, ni tampoco hemos visto al arroz, la achira o la yuca ser la materia prima del pan que se convierte en un cuerpo. Ni hablar del aceite que usan los sacerdotes en La Extremaunción, para salvar a los enfermos, o ya al muerto, para la vida eterna. Éste es de oliva, exclusivamente, pero no de coco ni de chontaduro.
Un experto en ornitología, por ejemplo, calificaría a las palomas como todo menos limpias, decorosas, bondadosas o desprendidas, pero en cambio, sí las consideraría gregarias, territoriales, vengativas, sucias y algo intolerantes. Ratas de los aires, las han llegado a llamar. Sin embargo, son el símbolo de la paz, siempre y cuando sean blancas, y si siguen siendo blancas, simbolizan también, la tercera persona de la santísima trinidad.
Los símbolos se nos han convertido en una imposición que olvidamos cuestionar. Los vemos y los entendemos ciertos, porque se nos han vuelto costumbre. Comulgamos con vino y una ostia hecha de trigo, aunque sean dos productos que no se dan en nuestras tierras, y admiramos la belleza de la paloma de la paz, aunque la pateemos en los campos de nuestras universidades. ¿Por que no crear símbolos propios, que coincidan con nuestra cultura? Para eso contamos con una enorme biodiversidad, llena de cualidades dignas de un buen símbolo. Creo que debemos empezar a cuestionarnos sobre los símbolos impuestos. Aquellos que, haciendo parte de un colonialismo cultural, buscan sumergirnos en filosofías, religiones y políticas ajenas